Tuesday, January 6, 2009

Mi vecino Emilio




Mi imaginación siempre ha sido una aliada perfecta, aunque a veces traicionera. Y por ella, a los 14 años de edad (como ilustra la foto de este post) me enamoré perdidamente de un vecino mío que me doblaba la edad.

Amor platónico por supuesto, a base de miradas y gestos, los que siempre me han parecido más eróticos que los amores de verdad, pues encierran una divina carga de imaginación y de voluptuosidad que la realidad raramente alcanza.

Emilio y yo nos mirábamos todos los días de lunes a viernes cuando yo esperaba el ómnibus del colegio Ursulinas. Nos acabábamos de mudar de nuestra casa de Miramar al Vedado y yo me paraba por las mañanas frente a la entrada del edificio, muy mona, con mi uniforme planchado y limpio, mi cola de caballo y mis libros ‘en la mano’ (ya que a esa edad nadie llevaba una infantil maleta) –y a los pocos minutos Emilio, alto, con pelo oscuro, vestido siempre de traje y una cara cuadrada muy sexy (me encantan los hombres con la quijada fuerte) salía de su casa, sacaba su Chevrolet azul de 2 tonos del garage, daba marcha atrás, hacía un corte en la mitad de la calle - y antes de seguir camino viraba la cara hacia la entrada de mi edificio ¡y me miraba fijamente por unos segundos!

Y aunque llevaba gafas de sol, era obvio que era una mirada interesadísima, profunda, lenta, que me dejaba soñando al instante con él -¡hasta que horas más tarde, después del almuerzo –yo esperaba de nuevo la guagua del colegio en el mismo lugar y Emilio regresaba a su trabajo, sacando el auto, enfilando la calle -¡y la mirada de nuevo me dejaba temblando de emoción!

Y no crean que era una mirada sin importancia, o exagerada por mí en mi imaginación de adolescente enamorada del amor, sino una mirada ¡larguísima! en que debe haber puesto en ese momento los frenos del auto para poder mantenerla tanto tiempo.

De ventanilla a puerta de edificio…Unos 15 pies de distancia…Cara a cara…El con gafas, yo sin ellas…¡Un momento que todavía me eriza cuando lo recuerdo!

Como era algo que me emocionaba tanto, provocando que jamás faltara al colegio y que en los fines de semana contara las horas para que llegara el lunes por la mañana -¡y mis encuentros con Emilio! –le conté mi aventura a mis vecinas Isabel y Magaly Campins, desde cuyo balcón en el cuarto piso había una vista fabulosa de la casa de Emilio y donde nos pasábamos largas horas mirándola, chequeando cuál era su cuarto (¡frente por frente a nuestro balcón!) y averiguando todo sobre su vida, incluyendo su nombre, el que sacamos de la Guía Social porque el apellido de la familia lo averiguamos a través del encargado del edificio. Aquel era como un ‘balcón indiscreto’ desde donde nos divertíamos muchísimo -y aunque Magaly iba a la universidad y no tenía mucho tiempo –Isabel no trabajaba y la vigilancia de la casa de Emilio y las idas y venidas de él y de sus padres (a quienes Magaly los ‘bautizó’ como Suegrito y Suegrita) se hizo parte de su rutina, y pasaba largas horas en su puesto de observación.

“Suegrito llegó con Suegrita y Emilio conversó con ellos en el portal”…”Emilio salió en la noche y llevaba un traje nuevo”…”Suegrita llegó en un taxi, con una muchacha rubia y cargada de paquetes”…Los “partes” eran diarios, complementando mis encuentros (dos veces al día, 10 veces a la semana) con los ojos de Emilio. Por lo que pronto decidí que aquello tenía que avanzar un nuevo escalón. ¡Y asi fue que comencé a escribirle cartas diarias al misterioso Emilio, el que ‘con ojos acerados y expresión enigmática’ era un hombre salido de las novelas de Corín Tellado!

No, no eran cartas de amor, ni nada por el estilo. ¡Por Dios, qué ridículo hubiera sido eso!...Eran cartas divertidas, muy simpáticas, de muchacha un tanto irreverente aunque sofisticada, en que le contaba cosas que me sucedían, gente que conocía, le comentaba libros, películas -y sólo una vez le dije que yo era una persona que sabía todo sobre su vida -y nada más. ¡Emilio era mi nueva audiencia, sustituyendo a las niñas cautivas del ómnibus de Bartolo y Cuca que nos llevaba a las Dominicas Americanas y a quien yo les hacía grandes cuentos!

Recuerdo que en el F.W.Woolworth de la calle 23 compré un papel de cartas americano de la marca Crane que era un ‘block’ de papeles en colores pasteles y sobres a juego -y día a día le enviaba una carta rosada, una azúl cielo, una amarilla, una verdecita, etc, etc. Y como el cartero entregaba la correspondencia a la hora del almuerzo, yo muchas veces lo veía desde el balcón de las Campins, sentado en su portal muy cómodo ¡y leyendo mis cartas, las que reconocía por el papel rosado o azul en el que las escribía!

Magaly e Isabel estaban disfrutando muchísimo mi romance imaginario y me ‘aupaban’ para que me atreviera a más y más, lo que me hace gracia porque hay que pensar que eran dos mujeres hechas y derechas ¡y yo era apenas una chiquilla de 14 años! Pero así y todo las tres comentábamos diariamente el progreso del ‘romance’ -y planeábamos los nuevos pasos a seguir en mi conquista de Emilio. Fue así que se decidió reclutar a mami en el plan y después de encontrar –en la guía telefónica- el teléfono de la familia -¡mami, a quien toda la historia le hacía mucha gracia, lo llamó por teléfono una tarde!

Una idea fatal. Porque aunque mami le dijo que ella era la que le escribía las cartas, las que él admitió le “entretenían mucho”, Emilio no hizo ningún esfuerzo por hablar un poco más o tratar de conocerme. Mami –ante la pasividad que encontró- le preguntó si quería que le siguiera escribiendo, a lo que él dijo que “si”. Pero cuando mami se despidió, él lo hizo sin comentar nada simpático y con un “adiós” sin pena ni gloria. ¡La cara de mami cuando colgó el teléfono era ‘un poema’ y a mi se me cayó el alma a los pies!

“No me gusta la voz que tiene”- me dijo un poco alicaída al colgar- “Es como un poco de pito…Suena un poco bobo…”

“¿Y no te dijo que me quería conocer?”- pregunté muy decepcionada

“No, nada de eso…Mira Mari, mejor es que te olvides de esto …y no le escribas más”

Piensen que yo tenía 14 años y mi madre me trataba como a una adulta, sin regañarme para nada ante la absoluta locura que estaba ocurriendo. Así fue siempre conmigo y por eso nunca la engañé, ni le hice pasar grandes dolores de cabeza en la vida. Y es que cuando le había contado todo lo de Emilio, las miradas, las cartas, etc. le pareció muy simpático -y cuando lo fue a llamar hasta me dijo “Si te invita a salir, ya te veo entrar con tu nuevo vestido de raso azúl en una gran fiesta”...¡Una demencia total!...¿verdad que si?....Pero algo que yo encontraba muy natural, pues mi madre siempre fue -dentro de una crianza muy conservadora- una mujer muy moderna en su forma de darme libertad y confianza -y nunca me decía “no hagas esto”, o “no hagas aquello”, excepto montar a a caballo y cuidarme los dientes cuando patinaba porque “ya son tuyos”.

Con la “Operación Emilio” muy desinflada y necesitando una medida drástica, Isabel y Magaly se pusieron a pensar cuál sería la mejor manera de conocerlo con naturalidad y sin que sospechara que yo era “la de las cartas”. Y decidimos que como Suegrita se arreglaba las uñas en la peluquería del barrio –la cual también podíamos espiar desde el ‘balcón indiscreto’- yo debía de coincidir con ella en la peluquería y sacarle conversación. ¡Y así lo hice!

Un sábado al mediodía Isabel dio la voz de alarma “¡Acaba en entrar en la peluquería!” y yo corrí a ella, sentándome en la mesa de la manicurista que estaba al lado de Suegrita. Y tal como lo planeamos, entablé conversación con ella y le celebré unos palitos chinos que llevaba en el pelo, con el que aseguraba el moño que siempre usaba –y pronto estábamos conversando como íntimas amigas. Cuando le dije el apellido de mi familia se sonrió y me dijo que su marido leía los artículos de mi Tio Paco en el Diario de la Marina y cuando terminamos de hacernos las uñas de pronto me dijo que la acompañara a su casa, que me iba a regalar un par de los palitos que usaba en el pelo, pues tenía muchos de ellos. ¡Yo me quedé en una pieza y no podía creer lo que escuchaba! Y así fue que caminamos juntas a la casa (¡bajo las miradas asombradas de Magaly e Isabel que estaban practicamente cayéndose del balcón!) -y pronto me vi entrando por la misma puerta por donde salía Emilio todas las mañanas -¡el que además me encontré en carne y hueso sentado en el portal junto a su padre leyendo el periódico!

En ese mismo momento en mi casa, Sabina nuestra cocinera (quien también sabía lo del romance platónico y estaba más brava conmigo que mami) mientras limpiaba las persianas miró a la casa de Emilio -¡y dio un grito cuando me vio sentada en un sillón de mimbre junto a toda la familia!

“Señora Antonia…¡la niña está en casa de Emilio!...Corra…¡venga a ver esto!”

Mami siempre me decía que años después recordaba aquella visión, en que no podía creer sus ojos. Lo mismo que Magaly e Isabel. Pero yo -enfrentada a la realidad- me sentía fatal.

¡Que tristeza!....¡Qué anticlimax más terrible!...Es que Emilio tenía una voz atiplada, finita, horrorosa ¡y además era muy afeminado! ¡Todo lo contrario a la imagen viril, de quijada cuadrada y barba cerrada que proyectaba! Y cuando me ví sentada en aquel portal, Suegrita contándoles que era sobrina de Paco Ichaso, etc, etc. y empeñada en que me quedara a almorzar con ellos, me quería morir porque comprendí que el gran romance platónico había terminado. ¡Y mi vida cotidiana había perdido una gran ilusión! Una infatuación imaginaria que me había mantenido divertida -y locamente enamorada del amor- por casi un año –y en cuestión de segundos había terminado.

Lo peor fue contarle la verdad a Isabel y a Magaly, que sufrieron una gran desilusión. Porque en el caso de mami, después ella misma me confesó que cuando lo había llamado le había parecido muy extraño, con una voz muy poco masculina, pero que no me lo había querido decir para no desilusionarme. A los pocos meses, terminada ya la vigilancia colectiva -y aburridísima mientras esperaba la guagua del colegio -¡pues ahora Emilio siempre me saludaba con la mano al pasar, lo que ya no me importaba para nada y casi me molestaba!- lo ví salir una noche con un amigo que lo vino a buscar -¡y era obvio que nuestras sospechas eran ciertas porque el altísimo y muy guapo chico era obviamente ‘gay’!

Una sola pregunta quedó sin contestar: ¿Se habrá enterado alguna vez que yo era la autora de las cartas? No sé. Pero el mismo día que lo conocí la correspondencia terminó para siempre -y boté a la basura los papeles pasteles verde claros que me quedaban sin usar en el “block” de Crane’s.

Años más tarde –ya en el exilio- me contaron que Emilio había salido del “closet” y vivía felizmente –¡no lejos de mí!- en la ciudad de Nueva York.