Friday, April 18, 2008

¿El primer recuerdo?



No estoy segura cuál es mi primer recuerdo de mi vida en Cuba. Creo que todos tenemos ese ‘limbo’, blanco como una nebulosa -que algunos dicen que es exacto a lo que pasa cuando nos morimos-y que guarda las imágenes de los primeros años de vida. ¿Cuál es mi primer recuerdo nacido en La Habana, donde viví hasta los 19 años?

Si miro hacia atrás -y de verdad trato de recordar- creo que mi primer recuerdo es una visión de estar en brazos de alguien en un balcón de La Habana, en la calle Industria. O quizá es un paseo con mi papá en un cochecito medio desvencijado por el Paseo de El Prado. O quizás no son recuerdos, sino fotos que he visto tantas veces que me parecen imágenes de verdad, que han cobrado movimiento. Pero a partir de mis 4 años si que lo recuerdo todo con gran detalle, incluyendo olores, sabores y hasta sensaciones de miedo, de vergüenza y de alegría.

Entonces vivíamos en el Vedado, en un edificio blanco, cuadrado, de grandes balcones de 3 o 4 pisos en la calle 28 #270 entre 23 y 21. Fue donde empecé a ir al colegio, donde nació mi hermano León y era un lugar muy agradable, amplio -y que recuerdo lleno de sol y muy feliz. También recuerdo que en la acera de enfrente vivía Eladio Secades, el periodista, en una casa gris que parecía como un ‘castillito’ de varios pisos. Y justo al lado, en una casa de 3 plantas vivían “las Gateras”, unas hermanas solteras que tenían cientos de gatos, los que desde nuestra terraza veía deambular por el portal, sinuosos, sin importarles nada ni nadie, siempre en lo suyo - y sentarse en el pequeño jardín que tenía el frente de la casa, donde se enrollaban alrededor de sus colas y se colocaban en posición estática. Una casa y unos gatos misteriosos que me daban mucho miedo de niña - y probablemente dieron lugar al terror -¡una fobia espantosa!- que hasta el día de hoy le tengo a los gatos.

De la calle 28 recuerdo también una niña rubia, muy linda, que tendría 10 u 11 años y recorría el barrio con un saco de yute, el que llevaba sobre el hombro y donde guardaba cosas que encontraba en los basureros. Recuerdo que tenía los ojos verdes y era muy pálida y muy bella, aunque siempre llevaba la cara manchada de suciedad y fango. En una ocasión yo estaba en la acera y pasó muy cerca de mí y sus ojos se cruzaron con los míos y paró en seco y me miró fijamente -como si se reconociera a si misma en otra niña rubia aunque más pequeña –y después siguió su camino, aunque a mi me dio miedo de que me atacara, porque todos decían que estaba loca.

Loca, loquísima y que cuando legaba a su casa –vivía en las casitas que había en La Furnia, un hueco enorme, como una cantera de pura roca, que estaba al fondo de nuestro edificio- su mamá le botaba todas las cosas que recogía y guardaba en el saco de yute que llevaba al hombro. Aquella niña rubia, pobre y como perdida en el mundo, cuando apenas comenzaba su vida, vivía dedicada a hacer aquel recorrido diario, a veces un poco inclinada de un lado porque el saco le pesaba mucho y su presencia día tras día a través de 2 o 3 años impactó mucho mis recuerdos.

En aquellos días –viviendo en el mismo apartamento- a papi le pusieron un tratamiento anti-alcohólico brutal, en el que un siquiatra llamado Dr.Larragoiti le hacía tomar botellas de ron y de whiskey -y después le daba un vomitivo y lo hacía vomitar y vomitar hasta que se llegaba a asquear de tal forma, que ni siquiera podía oler la bebida, pues le producía horribles arqueadas. (Una vez olió cerveza en un arroz con pollo y empezó a vomitar desesperadamente en un restaurante.) Era un método cruel, realmente espantoso de curar a alguien del alcoholismo, y el que eventualmente le causó una úlcera estomacal, -que secretamente le llevó sangrar hasta la muerte el última día de su vida- pero mami estaba desesperada y papi accedió a ponerse el tratamiento que era ‘lo último’ en la Medicina y con el que dejó de beber por unos años.

Un día en que estaba allí el médico -y yo acababa de llegar del colegio- alguien tocó a la puerta. Cuando Benita, nuestra cocinera, abrió, había parado en el rellano un soldado americano vestido de uniforme que habló muy bajito en inglés -¡me parece estarlo viendo en la oscuridad de la escalera, rubio, sudado, vestido de uniforme beige!- por lo que el Dr. Larragoiti, que hablaba inglés, vino a la puerta y habló con él --y no sé lo que le dijo, pero el soldado se fue. Horas más tarde nos enteramos que se había vuelto loco y había asesinado tres personas en una parada de guagua en la calle 23, en la esquina de mi casa.

De aquella casa recuerdo muchas otras cosas, incluyendo la sala más bien oscura y las visitas de Bulnes y Tomás Gutiérrez Alea –con unos ojos azules, enormes- a mi padre. También a mis vecinos los San Martín; a mi tio Enrique y su carro lleno de pomos de caramelos que vendía al por mayor como un segundo trabajo; el carro negro que papi tenía, en el que nos llevaba a Matanzas a visitar a la poetisa Carilda Oliver y con el que fuimos en un larguísimo viaje a Santiago de Cuba con José Lezama Lima y el compositor Julián Orbón; el empujón que me tenían que dar para poder subir a la guagua del colegio, ya que era tan chiquita que ni llegaba al primer escalón; el día que nació mi hermano y me llevaron a verlo a la clínica “El Sagrado Corazón”; la fiesta que le dieron por su 1er cumpleaños (¡en cuyas fotos luce aterrorizado antes tantos besos y abrazos de los primos que lo cargaban y se lo pasaban de brazo en brazo!); unas Navidades un poco tristonas y el raquítico arbolito artificial que allí pusimos; la noche que llegamos de un viaje a Oriente y nos encontramos con que a abuela le había dado una embolia -y las salidas con mi abuela Rafaela al cementerio -y la vez que allí mismo la arrolló un tranvía, lo que ocurrió porque se tiró ante sus rieles para salvarme, evitando así que fuera yo la atropellada bajo sus ruedas.